UN TEXTO
Muy a menudo en el cómic los meritos recaen más sobre la labor del dibujante que sobre la del guionista cuando la de este último es tanto o más importante que la del primero. Sin una buena historia no hay una buena obra por impresionante que sea el dibujo. Es por ello que en vez de colgar un dibujo de los míos en esta ocasión pongo un texto que, evidentemente, no es un guión para un cómic aunque había sido escrita desde una perspectiva muy visual. Este texto fue escrito hace 3 ó 4 años, con lo cual estaba un poco verde así que espero que no os ríais. Alla va.
El hombrecillo se apeó del asiento trasero del vehículo llevando, en sus manos de pergamino arcaico, un escueto ramillete de flores de jardín circundadas con un arrugado y exprimido papel de aluminio. Sostuvo el manojo mientras mantenía con leve temblor una cartera de la que extrajo la porción monetaria exacta que habría de satisfacer al taxista por su transporte. Guardó el billetero y devolvió a su posición original sus anteojos plateados que amenazaban caerse sobre el despeñadero de una nariz aguileña, al tiempo que el automóvil lo abandonaba en medio de una carretera flanqueada por sinuosos cipreses, imponiéndose gradualmente un silencio que agigantaba el porte grandioso y majestuoso de las puertas del camposanto que se alzaban sobre el hombrecillo canoso y encorvado. Encaminó sus pasos, inseguros, hacia el umbral, alzando la vista sobre una colina sembrada de cruceros. Deslizo la diestra en un bolsillo de su traje, paño ocre, sacando un remedio contra el olvido en forma de pequeño papel de libretilla cuadriculado, arrancado y plegado por la mitad. Lo abrió, proyectando en sus cansadas retinas de azul gastado, una tosca caligrafía marcada a lápiz, descodificando un nombre y un número: "Isolina, 423". Apartó la escritura y arrastró los zapatos azabaches que contrastaban sobre la grava nívea. Anduvo vagamente por la travesía central antes de deslizarse por un angosto pasillo lateral del aparcamiento de huesos asegurados por losas de mármol oscuro, granito musgoso y Carrara deslustrada. Zigzagueó a través de oquedades rectangulares colmadas de historias humanas de toda una vida, entrelazadas por filamentos irrompibles de parentesco, amor y odio tejiendo un monumental bolillo que narraba la invisible historia de una ciudad, una provincia, un país y el mundo por entero. Los oxidados números corrían bajo sus pasos entre las flores, víctimas de su belleza, condenadas a ser sirvientes del más allá y portadoras de los tristes recuerdos de los vivos que venían a barroquizar el imposible encaje de la historia común de la humanidad. 425, 424, 423, Isolina... Una celdilla de la colmena mortuoria almacenando el testigo óseo de una vida femenina aferrada a brillantes letras de acero y un retrato en sepia grabado a fuego en porcelana. El hombrecillo coqueteó, con sus dedos nudosos, el pulimento obsidiano y depositó las flores, humildes en su condición, ocultando algunas letras y reflejando una pátina coloreada en el daguerrotipo de una joven fémina encorsetada en un vestido de época y tocada con un moño de bucles rígidos como la muerte. Sus pensamientos, que planteaban vacíos interrogantes que solo tendrían su respuesta tras el resplandor blanco, eran tan densos como el aire húmedo que enverdecía el musgo en toda su magnificencia. El peso de las remembranzas le hizo adoptar lentamente una postura monacal de humildad y contrición que acabó confundiéndose con la quietud absoluta, majestad suprema de un reino bajo tierra. Finalmente, fragmentó sutilmente el equilibrio dejando caer los párpados como martillos sentenciadores y se alejó mustiamente de aquella tierra santa...
El nonagenario cedió la voluntad de vida de su cuerpo, tendido sobre el sofá, a la negra parca esta misma noche. Su rostro destilaba una expresión de nostalgia que fluyó por entre sus pertenencias, cuya servidumbre a su dueño habían consumado, hasta escapar por las ranuras de las ventanas yendo a solidificarse, como la escarcha matutina, sobre las flores del jardín que cultivó junto a su amada.
ISOLINA
El hombrecillo se apeó del asiento trasero del vehículo llevando, en sus manos de pergamino arcaico, un escueto ramillete de flores de jardín circundadas con un arrugado y exprimido papel de aluminio. Sostuvo el manojo mientras mantenía con leve temblor una cartera de la que extrajo la porción monetaria exacta que habría de satisfacer al taxista por su transporte. Guardó el billetero y devolvió a su posición original sus anteojos plateados que amenazaban caerse sobre el despeñadero de una nariz aguileña, al tiempo que el automóvil lo abandonaba en medio de una carretera flanqueada por sinuosos cipreses, imponiéndose gradualmente un silencio que agigantaba el porte grandioso y majestuoso de las puertas del camposanto que se alzaban sobre el hombrecillo canoso y encorvado. Encaminó sus pasos, inseguros, hacia el umbral, alzando la vista sobre una colina sembrada de cruceros. Deslizo la diestra en un bolsillo de su traje, paño ocre, sacando un remedio contra el olvido en forma de pequeño papel de libretilla cuadriculado, arrancado y plegado por la mitad. Lo abrió, proyectando en sus cansadas retinas de azul gastado, una tosca caligrafía marcada a lápiz, descodificando un nombre y un número: "Isolina, 423". Apartó la escritura y arrastró los zapatos azabaches que contrastaban sobre la grava nívea. Anduvo vagamente por la travesía central antes de deslizarse por un angosto pasillo lateral del aparcamiento de huesos asegurados por losas de mármol oscuro, granito musgoso y Carrara deslustrada. Zigzagueó a través de oquedades rectangulares colmadas de historias humanas de toda una vida, entrelazadas por filamentos irrompibles de parentesco, amor y odio tejiendo un monumental bolillo que narraba la invisible historia de una ciudad, una provincia, un país y el mundo por entero. Los oxidados números corrían bajo sus pasos entre las flores, víctimas de su belleza, condenadas a ser sirvientes del más allá y portadoras de los tristes recuerdos de los vivos que venían a barroquizar el imposible encaje de la historia común de la humanidad. 425, 424, 423, Isolina... Una celdilla de la colmena mortuoria almacenando el testigo óseo de una vida femenina aferrada a brillantes letras de acero y un retrato en sepia grabado a fuego en porcelana. El hombrecillo coqueteó, con sus dedos nudosos, el pulimento obsidiano y depositó las flores, humildes en su condición, ocultando algunas letras y reflejando una pátina coloreada en el daguerrotipo de una joven fémina encorsetada en un vestido de época y tocada con un moño de bucles rígidos como la muerte. Sus pensamientos, que planteaban vacíos interrogantes que solo tendrían su respuesta tras el resplandor blanco, eran tan densos como el aire húmedo que enverdecía el musgo en toda su magnificencia. El peso de las remembranzas le hizo adoptar lentamente una postura monacal de humildad y contrición que acabó confundiéndose con la quietud absoluta, majestad suprema de un reino bajo tierra. Finalmente, fragmentó sutilmente el equilibrio dejando caer los párpados como martillos sentenciadores y se alejó mustiamente de aquella tierra santa...
El nonagenario cedió la voluntad de vida de su cuerpo, tendido sobre el sofá, a la negra parca esta misma noche. Su rostro destilaba una expresión de nostalgia que fluyó por entre sus pertenencias, cuya servidumbre a su dueño habían consumado, hasta escapar por las ranuras de las ventanas yendo a solidificarse, como la escarcha matutina, sobre las flores del jardín que cultivó junto a su amada.